Leonardo Martínez ;balcón porteño y piedras catamarqueñas |
Según la autora de La muñeca rusa, las obras del catamarqueño Leonardo Martínez, del santiagueño Julio Salgado y del salteño Leopoldo Castilla le han devuelto "el violento deseo de un país, de una región"
Alicia Dujovne Ortiz
para LA NACION
En su insustituible antología Poesía del Noroeste argentino. Siglo XX , publicada por el Fondo Nacional de las Artes en 2003, el excelente poeta salteño Santiago Sylvester nos relata una historia que ya se ha vuelto universal: la de una poesía que, partiendo del apego a los orígenes, concluye, al menos por ahora y salvo milagro, en un corte tajante.
La antología está dedicada, como no podía ser menos, a los tres grandes maestros Raúl Aráoz Anzoátegui, Jorge Calvetti y Manuel J. Castilla. Nombres entrañables, así como también lo fueron los poetas del grupo de La Carpa donde figuraron tantos viejos amigos como Julio Ardiles Gray o Nicandro Pereyra. Hoy resultaría inconcebible un manifiesto como el de ese grupo, dado a conocer en 1944: "la Poesía es flor de la tierra" o "nosotros preferimos el galardón de la poesía buscando las esencias más íntimas del paisaje e interesándonos de verdad por la tragedia del indio". Inconcebible porque, como bien dice Sylvester, entre nosotros "el golpe de Estado del 76 fracturó con un antes y un después toda la vida argentina", y porque "el hecho de que veamos más o menos el mismo cine, escuchemos músicas similares, tengamos lecturas parecidas, comamos hamburguesas y bebamos (es un decir) bebidas dulzonas y gasificadas, nos aproxima a la posibilidad poética de cualquier lugar".
La alusión a las hamburguesas me parece de lo más pertinente. Si me he volcado a la lectura de algunos poetas del Norte, afortunadamente aún sin desgajar, ha sido entre otras cosas a causa de la más punzante de las nostalgias: no la del bien perdido sino la del nunca gozado. Acepten o no el mote de "regionalistas", que al catamarqueño Leonardo Martínez no le molesta y al salteño Leopoldo Castilla sí, este trío de poetas me ha devuelto el violento deseo de un país, de una región ("después de todo Buenos Aires también es una región", sonríe Leonardo), a los que no he conocido o a los que he llegado a destiempo. Un país o una región donde el sabio sabor se cocina (¿o se cocinaba?) con la debida lentitud : "Esta fogata es el día con sus miras visión ámbar de un caldero en giros/ hueso de caracú de vaca flaca/ el zapallo borbotea con maíz/ remojado en la vigilia inquieta/ la tripa escalda en anillos de fuego", escribía otro de los inolvidables amigos de aquellos años, tan próximo y familiar que ni siquiera, en su momento, lo leímos con la merecida atención: el desaparecido riojano Francisco Squeo Acuña.
Leonardo Martínez, nacido en 1937, es el poeta umbilical por definición, aunque su fractura natal le haya otorgado una melancolía que paradójicamente acentúa su sentimiento de pertenencia. Toda su poesía es una "novelita personal" deliciosa y terrible. El hijo de un amor inconfesable, criado entre abuelos y tíos sin conocer los nombres de sus padres, ha sabido recrear una mitología familiar basada en una idea madre: el pasado no es tal. Nada se ha ido: "La infancia ha vuelto no tienes miedo/ El sitio permanece/ permanece el día", y también: "La memoria liga y es irrevocable/ Él por siempre está antes y después/ lo amado es amado ahora/ y desde el principio hasta la desolación/ Muertos no podremos olvidarnos/ No hay pérdidas/ La constante generación restaura". O bien:"Lo que fue amado/ quedará para siempre/ junto a la lumbre de los solitarios/ a los trastos machacados de olvido/ [...] todos serán un mármol duro de roer".
De modo inevitable, ese tiempo y ese sitio tan duros de roer nos llevan a las experiencias proustianas de "memoria involuntaria", cuando el buscador del tiempo perdido no recordaba una escena desde lejos sino que, a partir de un gusto o de un sonido, la revivía. Es así como Leonardo Martínez restablece imágenes esplendorosas escritas en un falso tiempo pasado: "Se asaban a la intemperie cantidad de reses en las cocinas hervían los arropes/ [...] los picantes estallaban en la gloria de las salsas / [...] la vida entonces era para siempre". Entonces y ahora: aunque la reminiscencia radiante vaya acompañada por una queja que la agrisa ("¿Pero quién apoya una mano/ sobre la cabeza del niño?"), esa ausencia y ese hueco perduran, tan definitivos como las salsas o como las "tías crespas como gallinas asustadas/ [que] cacarean una moral de sacristanas".
En esta novelita personal que se sigue escribiendo ahí, día tras día, las mujeres representan el papel principal. Son miembros de una alucinante parentela: la niña Alba ("trizaba la vida hamácandose entre el látigo/ y el almíbar de las uvas"), mama Bersabé ("Cuando empezaba a preparar los untos/ y los cocimientos/ mama Bersabé/ entró en un trance/ de resuellos/ de bramidos sin freno"), Dionisia Campillay ("tu aliento rumboso, tu plegaria como un gran lienzo/ de tapiales derrumbados"), María Encarnación ("quedó soltera/ rodeada de santos de palo/ que beatificaron su fracaso/ [?]/ Siguió viva/ cariada y sucia/ con el agrio olor de los sudores guardados/ Pero un buen día se atoró/ Silbaba su pecho/ como si una tropilla de yeguas desbocadas/ le pisara el alma"), o doña Goya ("Denle paso/ Convoca multitud de vientos/ Sólo ella/ erguida como garza/ comienza una larga jaculatoria amortiguada"), o la Delicia y la Esmeralda con "las alcuzas del aceite y del vinagre/ saliéndoles por los ojos", o la tía Isidora que se suicidó una noche de enero diciendo "soy la Señora de los escapularios quemados/ la doméstica del sagrario de las hostias marchitas", o la altiva habitante de la casa amarilla que iba "dejando al pasar/ un halo de suerte torcida" y que "almorzada por un buitre diario/ maduró en el despecho de las sin deseo". Entre este cortejo de mujeres tan solas, la madre que negó al hijo recién nacido, acatando el silencio impuesto por la tradición, ocupa el lugar mismo de lo que siempre queda. La permanencia es ella. La poesía de su hijo la hace renacer pariendo dentro de un presente absoluto en el que "todo fue necesario".
A partir de una óptica muy diferente, la obra de Leopoldo (Teuco) Castilla, nacido en 1947, también nos habla de lo que parece haberse ido y en realidad persiste : "Unos recién naciendo, otros en la muerte, maldormidos,/ nos amanecemos/ aunque nunca llegue el día/. Estamos todos ocupando todo./ No falta nadie/ y sin embargo/ la mesa está vacía". O ese padre muerto y ese hijo vivo que se están "mirando, sonriendo, envejecidos,/ calladitos/ para no molestar a la resurrección". O bien: "Uno y el mismo es el cuerpo del árbol /y el de la luna/ [...] no es extraño que esté la luna/ en el cerebro del observador/ lo sobrenatural/ es haber imaginado que existe la distancia". Poesía reflexiva, conceptual, pero de una potencia y una sabiduría estremecedoras que se apoyan en la certidumbre de la cercanía: "Cuando el poeta mira un bicho -le he oído decir-, él es el bicho".
Para el santiagueño Julio Salgado, nacido en 1944, la "memoria involuntaria" irrumpe sin intermediario alguno: es una imagen inocente y erótica que también excluye la distancia: "Hay un oscuro concepto que deriva de la pregunta:/ ¿el discurso ha sido provocado por la pérdida?". Pura visión originaria ("la poesía precede al hábito del murmullo"), puesta de nuevo ante los ojos con sus "mujeres parecidas a lagartos" ("niña que sostiene la tierra en la mitad de la lengua/ vigila la palidez de los árboles/ el sueño/ de las gallinetas y los sapos a las orillas/ del lago"), y sus selvas con "el fino muslo del pájaro viajando/ entre los espinillos/ la dorada garra de su vista/ con la red de la pulsera en la serpiente" y con "la música de una raíz que sale de la tierra", donde una divinidad inteligente comprende que el impulso de muerte de un niño es el deseo de abolir toda separación.
En un mundo de palabras dispersas, Martínez, Castilla, Salgado y varios otros a los que la injusticia de la enumeración deja, por esta vez, de lado, nos reconcilian con la posibilidad de una poesía agarrada con uñas y dientes a lo más crujiente y sustancioso del hecho de vivir. Si la región es paisaje y es lengua, entonces son regionales pero no paradisíacos, ni ingenuos, ni mucho menos "falsos folkloristas", como decía el manifiesto de La Carpa. Son universales porque son grandes, porque la poesía los ha tocado de verdad, y son, por eso mismo, "resueltamente modernos", para citar a Rimbaud, pero han tenido el coraje de no desgarrar la trama en la que fuimos entretejidos de una vez por todas, sean cuales fueren las insulsas comidas de un tiempo sin picantes en las salsas del alma.
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